El bullying, referido en los países de habla hispana
como acoso escolar, no se trata de un fenómeno reciente. Si bien comenzó a ser
estudiado como una forma de violencia diferenciada en los años 70, es en los últimos
tiempos cuando la sociedad ha dirigido parte de su atención ya no sólo a los
asuntos sociales, sino a preocuparse por el bienestar físico y afectivo del
individuo desde edades tan tempranas como la infancia (Ortega, 2010).
Según las definiciones básicas de Olweus (1993), y a
tenor de las denuncias de afectados, podríamos hablar de que un 5% de los niños
y niñas de primaria sufren bullying al menos una vez a la semana en los países
industrializados (Smith, 2005). Otros autores afirman que la tasa de víctimas
oscila entre el 2% y el 10%, mientras que el de agresores se eleva a cifras
entre el 3% y el 15% (Gómez, Gala, Lupiani, Bernalte, Miret, Lupiani y Barreto,
2007). Son datos que, sumados a los casos que despiertan interés entre la
opinión pública cada ciertos meses, nos ayudan a entender el bullying ya no
como casos de violencia aislados o como cosas
de niños. La violencia escolar, especialmente cuando se presenta en
situaciones de acoso, se ha convertido en un problema que es necesario afrontar
desde las instituciones públicas, y a través de la educación y la comunicación.
Partiendo del problema del acoso escolar, pretendemos
estudiar la forma en que éste influye en las agendas de las principales
instituciones públicas de ámbito educativo (Ministerio de Educación y
consejerías de Educación, en el caso de España), y cómo comunican sus planes de
actuación sobre el mismo. Con el propósito de establecer una comparativa
actualizada y de proponer una serie de medidas para el futuro, se analizará
también el mismo tratamiento respecto a los dos mayores planes de lucha contra
el acoso escolar en el mundo, KiVA (Finlandia) y ZERO (Noruega), y la forma en
que fueron afrontados desde el campo de la comunicación.
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